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¡PA LANTE ES PA’ YA!

Ser mujer, y además migrante, en medio de una sociedad acostumbrada a estigmatizar a quienes hemos salido de nuestra tierra en busca de una nueva vida, no es fácil. Muchas veces hemos sido señaladas, juzgadas y vulneradas por el hecho de ser mujeres, por el hecho de ser migrantes, por el hecho de simplemente ser. Algunas personas creerán que esta es una afirmación exagerada, sin embargo, tal vez puedan entenderme un poco en el trascurso de estas líneas, en la lectura de esta historia. 

Mi nombre es Gabriela, tengo 22 años y soy ciudadana venezolana. Como muchas, crucé frontera buscando nuevas posibilidades para mí y para mi familia porque, como bien saben, en Venezuela la cosa no está fácil, por eso muchas personas hemos buscado en nuevas tierras la posibilidad de seguir creciendo, de construir un proyecto de vida. 

Para no retroceder mucho en el tiempo puedo contarles que, en 2018, cuando yo tenía 17 años y mi hermana 19, mi mamá retornó a Venezuela luego de estar un tiempo fuera tratando de encontrar la manera de brindarnos mejores oportunidades, buscando la forma de darnos de comer. Entretanto, nos quedamos con mi papá, un hombre ausente que poco colaboraba con nosotras, eso nos obligó a aprender a cocinar con leña. Al principio, cuando aún no escaseaba tanto la comida, podíamos hacer sopas, después pasamos a comer solo yuca y queso. 

Al ver la situación, y que cada vez contábamos con menos opciones, decidimos movilizarnos hacia Colombia. En su momento, queríamos hacerlo de manera regular, es decir, cruzar por un paso habilitado, pero las circunstancias nos obligaron a tomar otra decisión. 

 

Para llegar hasta acá, tuvimos que viajar durante 37 horas desde el Estado de Carabobo, Valencia. Desde allí nos movimos, primero, hacia San Antonio; ese recorrido duró 25 horas. Luego, caminamos dos horas por trocha y desde ahí nos movimos hacia Cúcuta. En esa trocha nos encontramos con un grupo armado que nos amenazó con un taser y nos dijo que si decíamos algo nos iba a ir mal y que si escuchábamos ruidos en el camino nos agacháramos.

 

Pienso que el hecho de ser mujer hace que todo eso haya sido aún más complejo, seguramente nos hubieran podido llevar en contra de nuestra voluntad. Para colmo de males, teníamos mucha hambre, pero no contábamos con comida ni dinero. Las opciones eran pocas, tanto, que en el trayecto nos ofrecieron que nos cortáramos el cabello para venderlo. Después de eso, tomamos un transporte de seis horas para llegar al municipio de Ocaña. El camino fue largo y complejo, teníamos miedo de que nos robaran lo poquito que llevábamos. 

Llegamos a Ocaña el 18 de agosto y descansamos esa primera noche, en ese momento mi mamá nos dijo: “mañana nos vamos a vender café y chocolate”. Al llegar, tenía una pena horrible, pero a pesar de todo, siempre he sido una mujer muy segura de mí misma. Yo era quien pregonaba que vendíamos café por las calles de Ocaña. Salíamos a las 4:30 de la madrugada y retornábamos a las 10:00 de la mañana. 

Durante las primeras dos semanas mi mamá nos acompañó vendiendo el café, pero a la tercera semana comenzó a vender bollitos de chicharrón, una comida parecida a los tamales. Todo iba muy bien hasta que comenzamos a recibir acoso callejero, los taxistas y los mecánicos nos piropeaban y nos decían que nos daban 60 mil pesos (14 dólares) por dejar de trabajar y, a cambio, debíamos irnos con ellos.  

 

En ese ir y venir de un lugar a otro, con las ventas conocí a Raúl, un muchacho que vendía caramelos en la calle y que también es venezolano. Un día, él se dio cuenta de cómo un hombre me acosaba y me retenía diciéndome que no me dejaría salir hasta que no me fuera con él; yo empecé a llorar y no sabía qué más hacer. Entonces, Raúl me llamó con un nombre que se inventó y me dijo: “ven acá, ¿qué haces por aquí tan tarde? Allá está mi tía en la casa esperándote. ¡Raúl me salvó la vida! Desde ese momento formamos una buena amistad, tanto así, que me recomendó en un restaurante y eso me ayudó a ingresar a un nuevo trabajo como mesera. 

Desde ese momento di a conocer por mis capacidades y empecé a trabajar en un billar. Estaba desde las 10:00 de la noche hasta las 3:00 de la mañana, me pagaban 30 mil pesos (9 dólares) diarios. Eso me sirvió para sacar el dinero del transporte y las comidas del día. Lo malo es que a la hora en que salía era muy peligroso y no me alcanzaba para pagar un taxi. 

 

Antes de la crisis y las dificultades, yo soñaba con terminar el bachillerato, ir a la universidad y estudiar para ser doctora. Pero, actualmente no estoy muy segura de mi futuro. En Colombia, he solicitado que me brinden la oportunidad de terminar mi bachillerato ya que estoy a solo un grado de finalizar. Mi plan era apostillar los documentos y continuar con mi formación, pero aún no lo he logrado porque me dijeron que como migrante venezolana no podía acceder a esa posibilidad. Pero no todo ha sido malo, también se me han abierto puertas y he logrado fortalecer mis conocimientos y seguridades; en esas dos palabras puedo resumir mi experiencia con el proyecto ELLA. 

Hace algunos meses, mi suegra me contó que estaban convocando a mujeres para realizar algunos talleres; ella me dijo que seguramente sería algo bueno para mí, por eso, tomé la decisión de asistir. Allí me di cuenta de que se valoraba la situación de las personas migrantes y nuestra voz dentro de las decisiones que se toman en la comunidad; especialmente se enfocaban en hablarnos acerca de nuestros derechos. 

Me gustaba mucho los espacios en los que se trataban los derechos sexuales y reproductivos, porque en las comunidades han aumentado los embarazos de las mujeres migrantes y, aunque algunos pueden ser deseados, hay otros que no. Además, se abordaban los diferentes tipos de violencias basadas en género, explicándonos la manera de actuar frente a ese tipo de situaciones. 

El proyecto también me ha permitido establecer metas a corto plazo, a partir del desarrollo de una iniciativa que busca integrar y vincular a las personas de mi comunidad, por eso, recordé un deporte que practicaba desde muy pequeña en mi país, el Kickball, y me propuse comenzar con esta iniciativa, porque creo que por medio de este deporte nuestra comunidad puede generar  procesos de integración, además, esta iniciativa se ha convertido en uno de mis mayores logros, porque he demostrado que puedo liderar procesos en mi barrio. 

 

El Kickball es como el béisbol, surgió en EE.UU. en 1962 y llegó a Venezuela debido a que en esa época hubo una crisis migratoria. Cada equipo se integra con 10 personas. Nosotras jugamos en la cancha del barrio. Al principio, nos reuníamos 20 personas, sin embargo, algunas se retiraron porque quizás no entendían muy bien el juego y tampoco teníamos la pelota correcta para jugar.  Para solucionar el tema, hicimos una rifa y así compramos un balón. En ese momento volvimos a convocar, pero solo llegaron seis personas. Igual seguimos insistiendo y actualmente somos 21: 14 mujeres y siete hombres. 

 

Además del Kickball he practicado la danza, que me gusta mucho, el fútbol y el taekwondo. Sin embargo, la iniciativa me ayudó a recordar que las mujeres tenemos todo el derecho a jugar, a divertirnos y a vivir libres de estereotipos. Siempre he pensado que jugar es importante porque sirve para fortalecerse a nivel físico pero, también, comunitariamente, porque en el equipo estamos varias mujeres migrantes. Durante algún tiempo, solo pensábamos en trabajar porque necesitábamos dinero y, en un momento determinado, pensamos que recrearse y hacer actividades diferentes nos permitía divertirnos y alejarnos un poco de la realidad. 

Actualmente, mi vida sigue siendo difícil. Me gustaría sentirme bien tanto física como emocionalmente, quisiera tener estabilidad económica y la oportunidad de seguir adelante, pero en este momento no tengo trabajo, eso me abruma mucho y hace que los días sean cada vez más difíciles. Mi mamá sabe cómo me siento y, por eso, me ha invitado a vivir con ella, ahora ella vive en otra ciudad de Colombia. Ella ha sido mi gran apoyo en esta travesía. 

Un mensaje que quisiera dejar a las personas que leen mi historia es la importancia de la empatía con las personas migrantes, ya que aún es evidente la xenofobia. Además, quiero decirles a las personas migrantes que han sido discriminadas y, a aquellas que se fueron de esta tierra buscando cumplir un sueño, que ¡pa´ lante es pa´ ya! 

 

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